martes, 9 de junio de 2009

Desde antaño...!

Recuerdo con mucha admiración el tiempo en que mi Tata me relataba a su vez sobre su abuelo, quien le había enseñado todo acerca del servicio militar. Esto, debido a que mi tatarabuelo había servido directamente al ejército de Chile durante la ya afamada Guerra del Pacífico contra la confederación Perú-Boliviana.

Dentro de las muchas historias que le contó mi tatarabuelo a mi tata, estaba la nunca bien ponderada “chupilca del diablo”, que si bien es mencionada por muchos historiadores, pocos pueden relatar qué es lo que hacía sentir. Para aquellos que no sepan qué es este brebaje, es simplemente una chupilca como cualquier otra, excepto que en vez de usar harina tostada se usa pólvora y en vez de vino, aguardiente. OK, quizás no tiene nada que ver con una chupilca. Con este elixir, entonces, se preparaban las tropas chilenas antes de salir a batallar. Según contaba mi tatarabuelo, esta cosa era malísima, te quemaba por dentro y te daba una úlcera que lo único que querías era salir matar, pero a la vez era adictivo. Ignoro qué efecto químico tendrá a nivel del sistema nervioso, pero no por nada a los chilenos se nos describe como bárbaros con frenesí de sangre en los libros de historia de Perú. Según los expertos, esta bebida es sólo un mito, pero quien te dice si acaso mi propio tatarabuelo no se compró la historia y la contó como verdadera. Yo aun la quisiera probar, pero no me atrevo...

Poseía mi tata un corvo original, heredado de su abuelo, y era muy distinto del institucional y refinado pico de loro que hoy por hoy utiliza el ejército. Era la punta de una “echona”, algo así como una guadaña pequeña,o una hoz más abierta, con doble filo y un mango hechizo de madera, tripa seca y medio remache, que protegía la mano del filo escondido de la echona. Nunca lo vi, pero ¿por qué habría de desconfiar de mi tata?

Estaba el pelotón de mi ancestro, al frente de guerra fueron todos, extasiados por defender a su país y por la chupilca, los pendejos voluntarios corriendo por las secas tierras del norte de pronto se encontraron cara a cara con una barricada del lado de los vecinos. Una barricada hecha con sacos de arena que se levantaba triunfante unos 2 metros, inamovible. Fue con este improvisado puñal que mi tatarabuelo, a la orden de un superior, cortó los sacos de arena que formaban la base de la barricada, dejando que desangrara toda la arena sobre el ya árido campo de batalla. Vaciados los sacos de abajo, la barricada se desplomó, y las heridas infligidas en la carne de los hermanos peruanos y bolivianos, aparte de ser letales, iban cargadas de arena de sus barricadas.

La historia detrás de la participación de mi tatarabuelo tiene un barniz rosa, lo cual puede hacerla más interesante, según me ha demostrado la experiencia.

Corría el año 1879 y tenía mi tatarabuelo la tierna edad de 15 años, equivalente quizás a unos 18 o 20 de la era actual, y se fijaba en una chica que vivía unas calles más allá. Estalló la guerra, los avisos abundaban pidiendo voluntarios para apoyar a la patria en el norte, como parte de la Infantería de Chile. Fue entonces el niñato a la casa de su pretendida, habló con el dueño de la casa y pidióle la mano de su hija en matrimonio. Siendo mi tatarabuelo un piante como yo, y la señorita en cuestión de una familia más acomodada, la respuesta obviamente hubiese sido una rotunda negativa. Pero el caballero, quizás por pena, le dijo al muchacho que si regresaba vivo, podría casarse con su hija. “Qué va a volver este mierda”, debe haber pensado el caballero. Pero qué le han dicho a mi tatarabuelo, ahora no se podía morir en una simple guerra si tenía una futura esposa (y futura guerra) esperándole en casa. Unas cuantas heridas, pelones, quemaduras, una úlcera del demonio y muchas historias acumuladas trajo consigo después de haber sorteado lo que una guerra le hace a un niño, pero que el amor supo paliar. Bien podría haber endurecido su corazón y haber curtido su piel, convirtiéndole en adulto antes de tiempo. Pero la imagen de su niña mantuvo despierto el sueño, y el soñar es propio de un romántico, no de un asesino. Y viéranlo ahí, años después, la dama acomodada estaba dando a luz a don Floridor Malagueño, el padre de quien me contó esta historia, la que ahora comparto con ustedes. Porque si bien seguía siendo un piante, era un piante que había servido a su patria, y se lo había ganado. Y el padre de mi tatarabuela, era un hombre de palabra, como trato de serlo yo el día de hoy, tal como me enseñó mi tata.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Bravo!!!

_Carlos_ dijo...

Yo estuve en el morro de arica, y cuentan esa historia, me la contaste antes, y ahora la lei, genial, que te puedo decir...

Bravo.... sin duda es mejor escucharte contarla....